Hablemos de desconectar. Precisamente en uno de los años en los que la distancia social ha estado más conectada que nunca. Qué gran contradicción. Quizás por eso hemos aprendido a vivir de otra forma: más despacio, más intensamente. Desconectar en el año de las conexiones virtuales. Quién lo diría.
Suena un pitido en tu teléfono. Una llamada del mundo real. Los sonidos se entremezclan en tu cabeza y dan paso a un eco sensorial que se repite en tu subconsciente. Un mundo saturado de emociones a correprisa donde el más raudo es el ganador.
Abro el móvil, aunque este parece querer explotar. En mi buzón de voz, diversas llamadas perdidas de personas que alguna vez me quisieron decir algo. Vigilo mi bandeja de entrada de correo con miedo a encontrar desorden. Parece que los números acumulados no hacen más que crecer a la espera de que alguien les haga caso.
De fondo se escuchan gritos sobrevenidos. Personas que discuten en la calle sin saber muy bien por qué. Coches acelerados que pitan a la vida para querer llegar antes ningún sitio. Miro por la ventana y 500 personas parecen querer hacerse paso entre la multitud sin mirar muy bien por dónde van.
Después de abrir tu bandeja de entrada, tu móvil, tu ventana y tu escaparate virtual a la sociedad, decides abrir la puerta que hay en ti. Sabes que dentro habitan sensaciones antípodas que necesitan de historias paralelas para poder sobrevivir. El mundo digital de los vivos está demasiado saturado, encendido. Este se alimenta de excesos: retratos de posturas excesivas, sonrisas forzadas, comentarios de más, ansias del todo, productos sobrevalorados, emociones falsas, amistades sobreactuadas, palabras insulsas, intentos disimulados por destacar, alegrías teñidas de envidias, expresiones sobrevenidas, silencios a gritos, estallidos explosivos, deseos de más. Un continuo ruido atropellado de voces que entorpece la comunicación fluida entre las partes.
Sientes como tu cabeza alberga un remolino de reacciones que te impiden despejar tu mente y centrarte en lo que quieres. Esa infoxicación parece querer obligarte a permanecer en ese mundo sin frenesí, pero por algún motivo tu subconsciente está desesperado por aferrarse a lo mundano. Mi cerebro dice basta, así que me anticipo a este peligro sideral y cojo un libro y empiezo a bucear en él. Mi mente llama a otros mundos que nada tienen que ver con la realidad. Conectar a la desconexión, lo llamo. A este amigo de aventuras lo acompaño con una taza de café con un ligero sabor amargo. Dicen que el café le da ese toque pictórico a la película.
Empiezo a pasar las páginas; parecen querer invitarme a más, así que me cuelo en su pequeña morada y me quedo a dormir un rato en ellas. El mundo exterior no me interesa y aquí encuentro la paz que tanto andaba buscando.
De repente veo como una imagen de una conocida revista de viajes me absorbe sobremanera. Admiro sus colores, sus elementos, sus gestos posados. Estoy segura de que intenta decirme algo. O quizás es que el fotógrafo que sostenía por detrás su paisaje le contó cómo atraparme y le enseñó cómo pasar del lenguaje pictórico al lenguaje emocional.
Espera, despierto de mi ensimismamiento. Acaba de de pasar un pájaro por encima de mi cabeza. Parecía querer ir directo/rumbo a algún lugar. Parecía ser ajeno de todas estas cavilaciones. Como si todo esto en su mundo no pasara. Me quedo observándolo a medio camino entre el suyo y el mío. Qué bonito verlo pasar.
De fondo, la melodía de una eterna llamada seguía sonando. Parece que nadie la ha escuchado.
Volar en diferentes realidades.
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