Todo tiene una primera parte en la vida, como mi primer día siendo teacher en el primer día de inglés del primer curso de infantil. Tal que así. Tal es la novedad que asusta solo de pensarlo. Nuevo para ellos, nuevo para mí. Una cita a ciegas de la que no sabía si saldría viva.
A pesar de esa descarada casualidad, fui tan segura y convencida a mis clases como lo haría un veterano de profesión con guion memorizado.
Ay, bendita ignorancia.
Después de lo que me pareció una extensa explicación por parte de mi coordinadora (María, te mando un saludo) y un cúmulo de esquemas mentales sobre lo que tenía y no tenía que hacer, entramos con paso firme a aquella «jaulita» de pequeños gigantes.
¡AY!
Mis pupilas se dilataron al ver a tanto bebé sentadito mirándome por primera vez en aquella cita. Nuestra primera presentación de una relación que duraría nueve meses. «Qué monada, no recordaba que esto fuera así». Sillas bajitas agrupadas en mesas de colores, juguetes decorando el escenario de aquel fantástico plató de televisión, la mesa pequeñita del profe como en un intento por solidarizarse con ellos y… ¡hasta baño propio dentro del aula! «¿Y esto lo he vivido yo años atrás?».
Pero pronto la concordia llegó a su fin. Entré con un esquema de lo que sería mi clase en un cuaderno recién estrenado y acabé haciendo todo lo que no hubiera pensado que sería una clase. Y es que no puedes entrar a una clase de 1. º de infantil con tu libretita bien organizada y pretender que todo salga al pie de la letra.
Mi esquema era tan ideal y organizado como este paraíso rosa:
Y recordé el consejo de mi amiga: «Ya verás que una horita se te pasa volando». Y recordé mis clases de dos horas en la universidad y pensé: «Esto es pan comido».
¡JÁ! Creo que nunca había visto pasar el tiempo tan despacio. «No puede ser, tendré que volver a mirar la teoría de la relatividad de Einstein». Entré en acción y empecé a contar cabezas para ver con qué me estaba enfrentando. Veintiséis monstruitos. Profesores: ¿yo? Ahá. Así que le eché morro y puse mi mejor cara: «Mari Luz, tú puedes».
El verbo poder se redujo a tres minutos. Mi sueño fue tan efímero como los buenos propósitos de Año Nuevo. Para empezar, introduje la clase con mi maravillosa canción Hello a modo de presentación y mantuve la cordura (y la sonrisa) durante 1:26 min: «¿tan poco dura esta canción? Ya se está acabando. Mierda, hay dos niños que se están levantando, vamos a ponerla otra vez».
Y la puse otra vez, y eso que dicen que segundas partes nunca fueron buenas: «Vale, aún no ha terminado la canción y ya hay tres tocando los juguetes, vamos a parar la canción».
—Darling, we CAN’T touch the toys, ok?
—(Pero ¿qué dice esta?)—. Los niños me miraban como si hablara japonés.
Pero para entenderlo mejor, viajemos al pasado y pongámonos en situación:
Siento a los cuatro o cinco niños que se habían ido directos a los cochecitos. Me giro y se han levantado otros tres más. Corro de vuelta hacia ellos por miedo a que animen al resto de la jauría a seguir su ejemplo y pienso: «Mari Luz, recuerda que tienes que ser paciente y mantener siempre la sonrisa». Ah, sí, lo olvidaba, la sonrisa. «Mucho me estás pidiendo» me decía a mí misma.
Esto solo era comparable con estar haciendo elíptica y mantener una imagen sexy durante esa hora.
«Vale, parece que ya está, podemos pasar a la actividad». Pero, en ese instante, dos niños se acercan corriendo a mí, me cogen del brazo y empiezan a reclamarme agua.
«Regla n.º 1. Recuerda que no pueden beber en clase hasta que no acabe la hora».
¡Ah, sí! Las reglas. «Vale, se las traslado a los niños».
—Darling, we CAN’T drink during the class. Wait a little bit, ok?
—(¿Pero ¿qué dice esta?) — Y me vuelven a repetir insistentemente que quieren beber agua, esta vez con un tono más desafiante.
Y viene el segundo pensamiento:
«Regla n. º 2. Recuerda que son clases con un 100 % de inmersión en la lengua extranjera».
Vale, sí, así que les susurro:
—Corazón, ¿nos esperamos un poquito a que acabe la clase, vale?
«Bien, me han entendido, ha funcionado. Los he calmado y ya van a sentarse. Puedo empezar la actividad». Pero en ese momento ya no son cuatro, sino diez los que se habían ido directos a las cocinitas, el taller, los circuitos de coches y las pizarritas. Vuelvo a unos y los siento, vuelvo a otros y los coloco properly en las sillas también. Los primeros se vuelven a levantar y vuelven a atacar los juguetes de nuevo, esta vez eligiendo a modo de estrategia geopolítica la esquina más alejada de mí. Carrera arriba, carrera abajo como en un partido de tenis.
Y recuerdo la tercera regla:
«Regla n. º 3. Recuerda que el aula debe quedar recogida antes de acabar y todos los juguetes en su sitio».
«¿Pero y esta muñeca de dónde ha salido?» y al cabo de cinco minutos veo a una niña corriendo despavorida al verme cogiendo a su muñeca por el cuello. «No me la quitarás, maldita» pensaría ella.
Mi paciencia se acababa al igual que mi cara se desencajaba, así que en aquel momento les espeto con un tono mucho más serio:
—Listen to me. We CAN’T touch the toys, okay? —Y a mi ridículo intento por aparentar autoridad le añado un gesto con las manos.
Okay, que si quieres arroz Catalina, suele decir mi madre. Ni se inmutaron, ni se giraron, ni me miraron. La más absoluta indiferencia a la que se suponía que debía saber conducir la clase. La teacher. De hecho, aún sigo convencida de que algunos pensarían: «¿quién eres tú para venir aquí a hablarnos japonés y pretender que no toquemos los juguetes?».
Miro la hora. Solo habían pasado veinte minutos desde el inicio de aquel tormento. «Me voy a morir, o peor, me van a matar ellos» pensé yo. «Coordinadora, Where are you?».
Y eso que la fiesta solo acababa de empezar.
A lo lejos veo como cuatro niños venían corriendo con intento de darme caza mientras me decían: «¡Tengo pipi!».
Uf, vale:
—Go to the toilet, darling.
Ni papa, claro.
—Al baño, mi amor —les susurré como si hubiera un ente ocultándose entre los juguetes escuchándome hablar español.
Pero debía acompañarlos, claro. Al fin y al cabo, era su primer día de cole y había ciertas rutinas que tenían que empezar a aprender.
Los acompaño, pero detrás de esos tres vienen los demás en tromba. Uno de ellos, el jefe de la manada por excelencia, consigue adelantar al grupo y hacerse con el retrete antes que nadie. Menuda jugada. Plín. Culito plantado mientras el resto observa la escena a lo cuadro Lección de anatomía del Dr. Nicolaes Tulp, de Rembrandt.
—Guys, in order —alcancé a decir justo cuando me di la vuelta para comprobar con mis propios ojos lo que se había convertido en cataclismo.
Todos los niños, tanto los que se habían levantado como los que no, estaban agolpados a los juguetes repartiéndose el pastel del día. Otros, pequeñas fieras poseídas, saltaban desde las mesas y sillas con la probabilidad asegurada de partirse el cráneo. Giro mi vista y soy testigo de botellas de agua que volaban por los aires con los tapones abiertos; botellas, además, de las que todos bebían como si se tratara de una fiesta rave. Todo un espectáculo de heavy metal al que yo había sido invitada como mera espectadora. Todo esto, además, mientras los niños más calmados se dedicaban a hacer la croqueta por la alfombra llegando a la filade los que solo querían esperaban para hacer pipí. Los del pipí, otra historia, el radio patio de aquel plató de la que yo solo era un personaje secundario más.
Escucho en mi interior música de peli de terror. «Esto es el Apocalipsis» dicen mis entrañas.
En aquel momento entra mi coordinadora, como en las pelis de crímenes cuando la policía llega cuando el asesino ya ha sido abatido. Pero daba igual. «Bendita seas, ¿dónde estabas?». Pone orden y, gracias a ella también, conseguimos enderezar la clase unos diez minutos más. Recogemos los juguetes como buenamente podemos y…
—Un momento, ¿de dónde ha salido este calcetín?
Así que decido regalárselo a la mesa del profesor.
Continuamente me venían pensamientos de: «¿Seré yo? ¿Seré mala profe? ¿Qué he hecho yo para merecer esto?».
—Tranquila, que los primeros días de clase son siempre una locura —me consoló María.
La verdad es que así fue durante el segundo, tercer, cuarto y quinto día hasta completar tres eternas semanas de clase. De hecho, aún recuerdo la frase que le escribí a mi amiga horas después de preguntarme qué tal había ido mi primer día de trabajo.
—He sentido muchísima pérdida de control de la clase. Creo que esto no es lo mío, tía.
Quién me lo diría meses después. Aunque, visto de otro modo, me había ahorrado una hora de cardio en el gimnasio.
María del Mar Genovard
Jajajajaja me partooo!!! Querría haberte visto por un agujerito. La verdad que los niños tienen capacidad de atención mínima, tienes que estar cambiando de actividad continuamente, quieren tocar, descubrir, probar y agotar, por supuesto, toda tu paciencia y energía. Parece que al cabo de tres semanas has conseguido conectar con ellos. ¡¡¡Estoy impaciente por leer la continuación de tu aventura!!!
Besos,
MGO