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alerta burnout

Iré al grano. Pocos lo saben, pero el burnout, o lo que es lo mismo, el síndrome del trabajador quemado, es uno de los trastornos físico-psíquicos más invisibles en nuestra sociedad. Las personas que lo padecen sufren de estrés laboral con consecuencias en la esfera física y psicológica. Además, estas personas se enfrentan al escepticismo de su entorno y a la invisibilidad que supone llevar esta carga.

Tengo que decir abiertamente que tardé tres meses en darme cuenta de que yo pertenecía a este grupo. Durante ese tiempo, viajaba diariamente con un extraño que venía para quedarse, tiempo durante el cual este aprovechó para coger sus trastos, apartar los míos y arrinconarse en algún lugar profundo en mí. A este desconocido sujeto le puse muchos nombres antes de llegar a conocerlo realmente:

  • Lo llamé cansancio.
  • Lo apellidé estrés.
  • Después pasé a nombrarlo inexperiencia.
  • Y hasta lo califiqué de ineptitud.

Aunque tardé mucho más tiempo en referirme a él como fatiga laboral. Y mucho más en darme cuenta de que aquello no era normal.

Quizás parecerá una tontería, pero el burnout nace de la cronificación del estrés laboral. Un monstruo que se instala a vivir dentro de ti y que no te deja respirar. Ahora le pongo nombre, y aunque no llegué a ponerle cara, sí conseguí enfrentarme a él. Al principio solo me parecía un tecnicismo más del inglés; uno de tantos que van sacando de cuando en cuando para ponerle nombre a nuevas modas que, pensaba yo, siempre habían estado ahí. Si bien es cierto que podía entender su significado, no le daba la importancia merecida. Hasta que lo padecí. Hasta que pasados esos meses pude leer un artículo en el que se detallaba uno a uno sus síntomas e implicaciones. Por suerte, me sentí tan identificada que fue inevitable no reaccionar.

Artículo en el Huffington Post

Y es que al parecer, el burnout está estrechamente ligado a trabajos con cierto trato con el público, ya puedan ser profesores, periodistas, enfermeros o cualquier profesión vocacional que necesite de una enorme exposición social.

1. AGOTAMIENTO FÍSICO Y MENTAL GENERALIZADO

Fatiga crónica que puede conllevar alteraciones del sueño, aumento de peso, migrañas y hasta desregulación del ciclo menstrual.

Sin darme cuenta, me fui adentrando en un camino de difícil retroceso. Mi agotamiento del lunes pasó al martes. Del martes trasnochó al miércoles y del miércoles se arrastró al jueves. Para el viernes ya no me quedaba energía, pero la sensación de fin de semana lo apaciguaba todo. Los domingos ese ciclo volvía a repetirse.

2. DESHUMANIZACIÓN Y ABISMO

Entendida como el deterioro de los sentimientos y el desapego emocional hacia el trabajo y el entorno y personas que le rodean. Asimismo, la persona pasa a ser una sombra en el trabajo y reduce parcial o totalmente su compromiso hacia el mismo, de forma que llega incluso a manifestar irritabilidad y endurecimiento en el trato.

Me di cuenta de que este desajuste emocional empezó a verse reflejado en mi gran devoción por el azúcar, mi gran consejero maldito a la salida del trabajo, como si un chute de endorfinas fuera el único remedio a un problema que pasaba por mi cabeza. Esa dosis final de energía era lo único que me daba fuerzas para afrontar lo que restaba de día.

La sobredosis de azúcar, por supuesto, tenía dos apellidos: fatiga crónica y falta de ganas. En pleno verano, me enfrenté a la disyuntiva entre disfrutar de mis fines de semana de escasa libertad o descansar eternamente tal y como mi cuerpo me reclamaba. Vivir o descansar para sobrevivir. En cualquier caso, ambos caminos me generaban frustración, ya que siempre estaba el sentimiento de no haber aprovechado el tiempo para lo que tu cuerpo y mente necesitaba. Fue entonces cuando mi vida pasó a un calendario sin fecha límite en el que tachar días era el pasatiempo más placentero. Jornadas infinitas de trabajo que se adentraban en el día siguiente casi sin preguntar.

Así es como pasé de clases sustanciales a clases insulsas. Insípidas, desaboridas y vacuas. Apáticas, como yo me volví. Con esa falta de azúcar como ingrediente principal que tanto le había añadido al principio. Ya no brillaban, ya no sabían a dulce; eran solo clases y la presión de estas me perjudicaban a mí y a la profesionalidad de mi trabajo. Un lastre emocional en el que en cada clase tenía que dar más de mí para poder llegar al nivel exigido. Más esfuerzo, menos resultados. Y eso se notaba. Quizás el hecho de haber sido demasiado joven tampoco ayudó demasiado, ya que muchos relacionaban estos síntomas a mi falta de experiencia y de resistencia al trabajo.

Aguantar como una jabata solo supuso un premio de consolación y este, a veces, no te hace más fuerte. No haber sabido identificar el problema antes me llevó a un doble sacrificio en el que «aguantar el tipo» y «dar la talla» no hacían más que consumirme por dentro. Un mantra que yo no había elegido dentro de mi repertorio musical . Y así fue es como la apatía se coló como invitada a mi fiesta emocional y provocó el desapego hacia mi entorno y hacia mis compañeros, un ambiente que, desde luego, tampoco era el mío.

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3. DISMINUCIÓN DE LA EFICACIA LABORAL

Esta genera frustración y evidencia una desidia generalizada que empieza por la falta de motivación y realización personal en el trabajo. Además, muchas de estas consecuencias vienen ligadas al contexto socioeconómico en el que se sitúan: excesiva carga de trabajo, alta exigencia profesional y condiciones laborales sumamente precarias. Todo un círculo vicioso que oprime al trabajador en cuestión y que lo incapacita para las tareas a las que se somete.

Coger la ruta del 89 se convirtió en una pesadilla cada mañana. Los «buenos días» con sonrisa forzada ya no entraban en mi orden del día. Road to hell, solía llamarlo, solo que asistiendo a mi propia película.

Lloraba por las mañanas. Lloraba en casa. Lloraba por dentro. Ese estrés crónico en el que me encontraba no encontraba la superficie en la que poder respirar. Por salud, llegué a dejar de lado la intensiva preparación de clases, por lo que empecé a vivir al momento para no dedicarle más tiempo a un trabajo que se alargaba más horas de las debidas. Ahí fue cuando el médico me habló de ansiedad; un diagnóstico relativamente incompleto. Aun así, fue inevitable sentirme culpable. Tiempo después encontré en un foro la respuesta de un médico a mi problema:

«Creo que ese sufrimiento hay que reconocerlo cuando se intenta hacer una crítica a la medicalización de este problema, porque si no corremos el peligro de la doble culpabilización de la víctima: por un lado, dejarle caer todo el peso de una organización laboral opresiva y envenenarle con unas relaciones laborales tóxicas y por otro lado, hacerle sentir mal por ver cómo su problema cae en manos de la sanidad. Ya de por sí, el quemado siente mucha vergüenza como para hacerle pasar dos veces por ese mismo trago».

Por suerte, abrí los ojos a tiempo.

«Esto no es normal»

fue lo que me tuve que repetir casi a diario. Lógicamente no digo que esta realidad haya sido exclusiva de mi caso; lamentablemente, forma parte de un contexto social que afecta invisiblemente a muchísimas personas, más aún en profesiones vocacionales centradas en las personas. Aun así, esa frase sigue siendo mi referente. Que exista esta realidad no significa que tengamos que darla por sana o que debamos asumirla. Al menos yo me niego; no tiene por qué ser así.

«Tú eres normal, lo que no es normal es la situación».

Por suerte, lo dejé y aquel día fue de los más felices de mi vida. Después de aquel momento, tardé casi un año en recuperarme. Viví en un coma apático con síntomas de letargo laboral. Durante todo ese tiempo lo oculté por vergüenza, por hastío y por culpa de haber rechazado un trabajo en los tiempos que corrían, como solían decir, pero entendí que fue una decisión acertada. Hoy lo cuento sin tapujos, aunque ese día estalló mi burnout.

Espero que nunca más vuelva y se alimente de azúcar. Ahora soy más de salado.

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